Vademécum del traductor

¿Mejor autónomo o empleado?

Normalmente al principio de la actividad, el traductor suele plantearse si le conviene más integrarse en la plantilla de una empresa o establecerse como profesional autónomo. A este respecto, se puede afirmar que no existe un consejo general válido por igual para todos, sino que la mejor elección viene dada por un análisis de las ventajas e inconvenientes adecuado a la situación y carácter de cada persona.

Antes que nada, distingue a primera vista ambas opciones el hecho de que, formalmente, establecerse como profesional autónomo está siempre al alcance de la mano, mientras que la contratación interna depende obviamente de la existencia de una demanda y en la superación de las pruebas de selección pertinentes.

Ventajas e inconvenientes

Generalmente, un traductor autónomo que consigue colaboraciones habituales con diversas empresas obtiene a corto plazo y por el mismo esfuerzo una remuneración superior a la del trabajador que depende de una nómina, poco dada a las revisiones al alza. Claro que no es oro todo lo que reluce: para hacer una valoración económica rigurosa no solo hay que considerar los ingresos sino también los gastos, muy superiores en el caso del trabajador por cuenta propia.

Una ventaja de la condición de autónomo es la mayor libertad para disponer de sí mismo, en sentido amplio. En la empresa está supeditado a un horario y a un jefe, mientras que en el propio negocio es uno quien decide. Tal afirmación no está exenta de matices, ya que no debemos pasar por alto nuestra natural propensión a realizar jornadas de trabajo interminables, convertir días festivos en laborables, etc.

Un aspecto que juega a favor del empleado es la facilidad para asimilar y reciclar conocimientos relacionados con los avances técnicos del sector, y de cómo afectan estos a la metodología de trabajo o a la demanda del mercado (por ejemplo, la manipulación de memorias de traducción, reutilización de glosarios, nociones básicas de autocompaginación, uso de herramientas específicas, etc.). En este caso, el autónomo debe procurarse una formación continuada por su cuenta y riesgo, mientras que el empleado puede obtener de primera mano todos estos conocimientos de forma gratuita. No debe olvidarse otro tipo de conocimientos también significativos, como son los relativos a la posición en el mercado de otras empresas, los precios pagados en los distintos países, las prácticas y procedimientos del sector, los contactos, etc.

El factor que suele decantar en muchos casos la balanza es sin duda la seguridad en el trabajo (si es que hoy en día resulta propio usar el término seguridad en este contexto). Para muchos, la certeza de una ocupación regularmente remunerada prevalece sobre la incertidumbre del clásico vaivén de ingresos que suele caracterizar la actividad del profesional autónomo. La cobertura social, además, suele ser muy superior en el caso del empleado.

Desde un punto de vista casi anecdótico, aunque también elemento de decisión frecuente, es la soledad que rodea la vida cotidiana del trabajador autónomo. A muchos les puede resultar incómoda. La empresa ofrece un ambiente de trabajo y favorece unas relaciones sociales mucho más activas. La única opción que le queda al profesional independiente en estas circunstancias es alquilar o compartir un despacho con otros colegas (si bien esto incrementa sensiblemente los gastos).

A grandes rasgos, los factores hasta aquí descritos son los que habitualmente suelen estar más presentes en nuestras valoraciones. Sea como sea, la elección entre empleado o autónomo no debe constituir nunca un dilema sino una capacidad de elegir lo que más nos convenga. A fin de cuentas, si uno se decanta por una opción y no se acaba de encontrar a gusto, siempre está a tiempo de propiciar un nuevo cambio.